Allá en los años de mil
ochocientos treinta y ocho
había en la calle de Jimios
(callejón sucio y angosto
de Sevilla), y en los altos
de un rancio almacén de mosto,
una blanqueada casa
con un balcón bajo y solo.
Subíase a la vivienda
por veinte peldaños rotos;
más de lo justo empinados,
pero limpios como el oro.
Arriba ya se ofrecían
del visitante a los ojos
una sala aljofifada,
bancos de la sala en torno,
candilejas encendidas
de trecho en trecho, y al fondo
una cocina sin más
ollas, cazuelas y adornos
que una tinaja con agua,
tan grande como el cimborrio
de la catedral, y un mueble,
que por respeto no nombro.
Más adentro había una alcoba;
mas de ésta sólo es forzoso
decir que allí descansaba
de sus triunfos borrascosos
Miguel Barrera, el Platero,
bailarín el más famoso
de fandango y castañuelas,
desde Sevilla hasta el Polo.
De seis a siete en invierno,
y en verano al dar las ocho,
la sala de Miguelito
llenábase, poco a poco,
de los mocitos del barrio
y de otros barrios remotos,
solos que hacían la guardia
a más de un divino rostro;
de hijas de honradas familias,
pobres, con su madre al codo;
de sastras, de cigarreras,
y freidoras de tonono;
unas lindas y otras feas,
mas todas de alegre rostro,
de zapatitos con galgas
y de vestidillos cortos.
Presto la sala llenábase
de cuerpos jacarandosos;
presto una ronca guitarra
comienzo daba al jolgorio,
punteando seguidillas,
o unas mollares, o un polo,
y en punta ponían los huesos
mozos y muchachas pronto.
Hace años mil que estas fiestas
dieron ya punto redondo,
y aún se hace mi boca agua
si a recordarlas me pongo.
Aún me parece estar viendo,
sacudiendo el envoltorio
de las culpas, veinte mozas
frente a frente de sus novios,
cerniéndose, y repicando
las castañuelas en coro,
y diciéndose al oído,
al pasar de un lado al otro,
palabrillas de jalea,
a que respondían los ojos,
o un suspirillo arrancando
al pecho de lo más hondo.
Aún oigo decir: "Mi vida".
Y responder: "Yo te adoro".
Y murmurar: "A las doce".
Y añadir: "No sea usted tonto."
Aún me parece que escucho
yendo y viniendo piropos;
y que celos y amenazas
entre vuelta y vuelta oigo.
Y aún creo ver a una muchacha,
que ha cansado a veinte mozos,
roja como una cereza,
sudando a mares y a chorros,
que va a buscar a su madre
y a su lado sienta el hopo,
y con el olan del cuello
se limpia el sudor del rostro,
y sin más ni más, se alza
la enagua corta de coco,
y toma en la faldriquera
un bollo de pan con lomo,
y lo ofrece a las amigas,
y, en menos que canta un pollo,
se lo traga, y vuelve al baile
a dar más vueltas que un trompo.
Mientras las doce no daban,
no había un punto de reposo,
ni un instante de silencio
para unas ni para otros.
Solían, cuando acababan
de descuadernarse locos,
ellas, ir a la cocina
a tirarse de agua un chorro;
y ellos, bajar a la tienda
del montañés allí próximo,
a tomarse cuatro cañas,
de chorizo con un trozo;
pero apenas Miguelito,
puesto en el centro del corro,ç
sacudía las castañuelas,
llamándolos al jolgorio,
empujándose corrían
a ocupar sus puestos todos,
y a bailar como azogados,
y a gritar como demonios.
Sólo al dar la media noche
cesaba el baile de pronto,
y sus prendas recogían
las muchachas y los mozos,
y se echaban a la calle
dos a dos y unos tras otros,
sin dejar de su presencia
más señal en el contorno
que algún dulce: "Hasta mañana",
o el eco blando y sonoro
de algún regalado beso
que daba envidia al demonio.
Manuel María de Santa Ana y Rodríguez
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