Si en la esquina de una calle
liado veis en su capa
a un mozo, con el sombrero
que las narices le tapa,
en jarras puestos los brazos,
algo encogido de espalda,
y apoyándose en el muro
cual si le doliera el alma
de esperar, puestos los ojos
en una baja ventana,
silbando de vez en cuando
e impacientándose hartas,
es que ese mozo padece
fatigas color de caña,
por una moza a la que
su madre o su tía la guarda,
y no tiene otro consuelo
en sus penas y en sus ansias
que venir a comer hierro
de noche y pelar la pava.
Pasar puede ante su vista,
mientras que a su prenda aguarda,
un regimiento de mozas,
moviendo lenguas y faldas;
cuando más, él las dirige
entre dientes dos palabras,
que pueden ser: ¡viva el garbo!
o ¡bendita sea tu alma!
y ellas siguen su camino
con el requiebro más anchas,
y el vuelve a mirar la reja
donde ver quiere a su amada.
También suele haber vecinas,
que porque a la novia aman,
o porque del novio gustan,
o porque los dos le cargan,
desde el cierre de cristales
de sus fronterizas casas,
observan si llega el mozo
temprano o tarde, si anda,
si se impacienta, si silba,
si hace señas, si le llaman,
y si, en resumidas cuentas,
habla, pide, toma o marcha.
Pero ni de estos vigías,
que a su dicha ponen trabas,
se ocupa el mozo que anhela
ver en la reja a su chaira.
¿No observáis que, poco a poco,
él de la esquina se aparta,
y restregándose viene
paso a paso por la tapia,
y más se mete el sombrero,
y más se lía en la capa,
y se encoge más de hombros,
y más pone el brazo en jarras,
y los ojos siempre fijos
en un punto, se adelanta,
y atraviesa la corriente,
y contra un quicio se aplasta?
Pues eso es que ha notado
que ya no hay luz en la estancia
donde junta la familia
de su prenda idolatrada
o reza el santo Rosario,
o para un pobre trabaja,
o hasta que llega la hora
de dormir juega a la báciga.
El galán sabe que en breve
todos duermen en la casa,
y que en breve a la que adora
verá en la ventana baja,
y su corazón da golpes
con más fuerza que una aldaba,
y escucha, y de su querida
los pasos siente en el alma,
y oye el crujir de su ropa,
y el olor siente que exhala,
y todo, cuando aún las puertas
de cristal siguen cerradas.
Se abren al fin; pero no
sin que antes la niña cauta
no haya apagado la luz,
que en el barrio hay lenguas malas.
En otro tiempo las mozas
de pie la noche pasaban,
cual si buscaran los labios
el nivel como las aguas;
pero hoy, que menos amor
toman y dan que palabras,
o se sientan, o se echan
de bruces en la ventana,
y un pañuelo en la cabeza
traen, que prenden a la barba,
temiendo que se constipe
el amor, que en cueros anda,
y sentadas o tendidas,
de todas suertes, las caras
medio enseñan, en la sombra,
tras la entreabierta persiana.
¿Qué se dicen los amantes
en esas noches tan largas
del invierno, y en qué el tiempo
de esas largas noches pasan?
Ni es cosa siempre sabida,
ni es prudente averiguarla,
mas poco más, poco menos,
ved aquí lo que allí charlan:
-¡Gracias a Dios! Me temía
que esta noche no bajaras.
-Culpa ha sido de mi madre
que evita... -Bueno es que haya
a quien echarle la culpa.
-Di más bien que tú te cansas
pronto de esperar. -Pepilla,
no me achicharres el alma.
¿No sabes que por mirarte,
soy, es esa esquina estatua,
y que los hombres me apestan
y que las hembras me enfadan?
¿No sabes que yo no vivo
sino las horas que pasan
a tu lado y que por verte
dejo mi oficio y mi casa?
Ni que el trono me ofrecieran
del emperador de Francia,
yo dejara de adorarte,
yo de esperarte dejara.
-¿Tanto me quieres? -Te quiero
más que las rosas al agua,
que, en sus hojas, cual brillantes,
deja el rocío en la mañana;
más que a su hijo la madre
que a su pecho le amamanta,
y teme que a arrebatárselo
venga una muerte temprana;
más que el náufrago, perdido
en lo inmenso de las aguas,
anhela llegar al puerto
donde salvación aguarda.
-¡Bendita tu boca sea!
-Y bendita sea tu cara
toda entera, y tu sandunga
que va chorreando gracia;
y bendito sea tu cuerpo,
y benditos sean tu alma
y el padre que te engendró
y el cura que te echó el agua.
-¡Ay Manuel, me vuelves loca!
-¡Ay Pepilla, que me matas!
-¿Volverás mañana? -Sí.
-Pues márchate ahora. -Aguarda,
y un consuelo a mi cariño
antes dame que me vaya.
-Toma una mano. -Eso es poco.
-Toma las dos. -No me bastan.
-¿Qué más quieres? -Dame un beso.
-¡Un beso! ¿Qué es lo que hablas?
¡Es pecado! -Dios perdona
a los que de veras se aman.
-¿Y si lo ve una vecina?
-Todas duermen, a Dios gracias.
-¿Y si mi madre nos oye?
-También tu madre descansa.
-¿Y si tú lo cuentas luego?...
-Tus dudas sólo me agravian.
-¿Y si...? En fin, vamos, no quiero.
-¿Es decir que me engañabas
cuando jurabas quererme?
¡No, Pepa, tú no me amas!
¡Mal haya, amén, el cariño,
que tan mal, traidora, pagas!
-Pero un beso... -Ay, no esperes
que yo vuelva a esta ventana,
ni pase por esta calle,
ni este mes, ni en diez semanas.
-Pero un beso... -Es lo que das
a una vieja desdentada
que te encuentras, y a un chiquillo,
y en la mano a un padre de almas.
-Pero Manuel... -Pero Pepa...
-No me exijas que me haga
indigna de tu cariño.
-El amor todo lo ensalza.
Cuando dos labios a unirse
misteriosa fuerza arrastra,
y la vil carne obedece,
y el espíritu es quien manda,
el beso que entre dos labios
un alma a la otra enlaza,
quema, achicharra, calcina,
mas no deshonra, ni mancha.
-Pues toma y vete...
Y vencida,
más que el pensamiento rápida,
besa y huye, y salta y cierra
cristales, puertas y aldabas,
cual si del pecado horrible
que de cometer acaba
tema que a pedirle cuenta
vengan el mundo y la fama;
mientras, su feliz amante
pausadamente en su capa
se envuelve, saca un cigarro,
lo enciende, y en la ventana
por última vez la vista
clavando, un suspiro exhala,
y parte saboreando
su peladero de pava.
Manuel María de Santa Ana y Rodríguez
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