Mi Carmela se pasea
por una salita alante,
con los dolores de parto
sin tener a quién quejarse.
Asomada a una ventana
que ella solía asomarse:
-¡Ay, Dios mío, quién tuviera
una sala en aquel valle
y por compaña tuviera
al buen Jesús y a su madre!
La suegra, que oía eso,
que era digno de escucharse:
-Carmela, coge la ropa,
vete a parir con tu madre,
a la noche vendrá Pedro,
yo le pondré de cenar
y también la ropa limpia
por si se quiere mudar.
A la noche vino Pedro:
-¿Mi Carmela dónde está?
-Tu Carmela, con su madre,
porque aquí no puede estar,
porque me ha puesto de bruja
y me ha querido pegar.
Monta Pedro en su caballo
y en busca Carmela va
y al entrar por la portada
se encontró con la comadre:
-Buenos días tengas, Pedro,
ya tenemos un infante.
-Del infante gozaremos,
de Carmela Dios lo sabe.
Alevántate, Carmela,
que nos vamos de viaje.
-De dos horas de paría
no hay mujer que se levante.
-Alevántate, Carmela,
no vuelvas a replicarme.
-Pues encendedme cuatro velas,
que ya voy a levantarme.
Montó Pedro en su caballo
y Carmela por delante,
anduvieron siete leguas
sin mirarse y sin hablarse.
-Carmela, ya no me hablas
como tú me hablabas antes.
-¡Si los pechos del caballo
los llevó bañados en sangre!
-Tú confiésate, Carmela,
como si yo fuera un padre,
que detrás de aquélla ermita
llevo intención de matarte.
Le ha dao doce puñalás,
se ha revolcado en su sangre.
-¿Quién se ha muerto, quién se ha muerto?
-La condesa de Olivares.
Contestó el niño chiquito
con dos horas no cabales:
-No se ha muerto, no se ha muerto,
que la ha matado mi padre
por un falso testimonio
que suelen de alevantarse.
Las campanas de la Gloria
repiquen para mi madre;
las campanas del Infierno
repiquen para mi padre;
y una abuela que yo tengo
reviente por los hijares.
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